martes, 13 de octubre de 2009

Sobre plagios e influencias

Durante nuestros años mozos de estudiantes nos han hablado acerca de esas grandes celebridades que marcaron un hito en la historia de la literatura universal. Incluso alguno de esos adolescentes (uno de cada diez, o uno de 40, diría yo) soñaba con ser un conocido escritor durante sus clases de literatura. Lo que no nos imaginábamos que llegar a triunfar lapicero en mano fuera tan sumamente fácil.

Resulta que un experto en la obra de Shakespeare ha probado, mediante un programa especializado en plagios, que El Reinado de Eduardo III, del autor británico, fue escrita junto a Thomas Kyd, otro escritor teatral de aquella época. Se trata de Sir Brian Vickers, de la Universidad de Londres, que mediante el programa desarrollado por la Universidad de Maastricht para pillar a los estudiantes a la hora de descubrir si han plagiado sus trabajos de clase o no, plagiarism.org, ha comparado el lenguaje usado en esta obra del mítico autor, con otras obras de aquél período.

Este programa suele detectar unas 20 coincidencias debidas a frases comunes y muletillas del autor, y en el caso de Eduardo III se han encontrado 200 en un 40% del escrito en relación con otras obras del autor de Hamlet. Pero, ¿qué pasa con el resto? En el 60% restante se han encontrado múltiples coincidencias con los escritos de Thomas Kyd (La tragedia española). Curiosamente, El Reinado de Eduardo III no fue reconocida como propiedad de William Shakespeare hasta 1997.

Una decepción, me diréis. Bueno. No es la primera ni será la última vez que ocurre algo similar. Y no me refiero al caso de Ana Rosa Quintana, que os veo venir. Porque de plagio (que es una infracción del derecho de autor sobre una obra de cualquier tipo, que se produce mediante la copia de la misma, sin autorización de la persona que la creó o que es su dueña o posee los derechos de dicha obra, y su presentación como obra original, según la Wikipedia) han sido acusados muchos escritores (suponiendo que se les puede llamar así a algunos de ellos).

No voy a irme muy lejos en el tiempo pero, mismamente, el filósofo Heráclito acusó a su archienemigo Pitágoras de ser un “acaparador de conocimiento”. También dicen que Virgilio ‘prestó’ algunas de sus genialidades a Homero. De lo mismo fue acusado nuestro primer autor con nombre conocido Gonzalo de Berceo, al igual que grandes constructores de textos o juntaletras de habla hispana, que diría un amigo mío, que pasarían a la historia como el Arcipreste de Hita, Gracilaso de la Vega, Miguel de Cervantes, Quevedo, Lope de Vega, Valle-Inclán, Camilo José Cela, Pablo Neruda, Leopoldo Alas (Clarín), Gabriel García Márquez y no voy a decir ninguno más, por si hiero la sensibilidad de algún amante de la lectura clásica o la de cualquier profesor de literatura (que oye, los que yo he tenido el placer de conocer, eran la mar de majos).

Y es que ahora, en estos tiempos que corren, a esto lo llaman influencias. Entonces, ¿a qué nos atenemos como estudiantes? ¿Seguimos la estela de los clásicos o nos ponemos, de perdidos al río, a engullir best-sellers como cosacos? Cada uno que oriente su vela hacia donde le de la gana, eso sí, no quiero ni imaginarme qué habría sido de todos estos clásicos si la SGAE hubiera merodeado por tierras hispanohablantes en aquellos tiempos, porque me da la sensación de que se habría puesto morada a cortar cabelleras. Menos mal que dije que no me lo quería imaginar…

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